Mentes sin amarras es un blog que nace de la búsqueda de la creatividad y del deseo de no dejar perder aquellas ideas que tocan de vez en cuando la mente y se van debido a la falta de un lugar para quedarse. Mentes sin amarras es el lugar para cualquier idea, pensamiento o escrito que ronde por ahí en las mentes de los autores.

viernes, 5 de agosto de 2011

Mi día sumido en señales




Viene pasando hace varios días que cuando el reloj despertador en la mesa de noche suena para darme la señal de: “despierta” yo ya lo he hecho mucho tiempo antes de que empiece a gritar. A veces, con toda certeza pienso que en mi mundo las cosas suceden al revés. No es mi reloj despertador quien me despierta sino yo, quien despierta al reloj despertador dormilón. Y se ha convertido en algo personal, en una contienda interminable en la que yo soy el único que riñe y cuando mi reloj despertador suena para despertarme –como yo ya estoy levantado- le digo con un denigrante y muy despectivo tono: “¡Jum! Te gané otra vez, vaya viendo si madruga otro poquito”.

Despertar: Comprobar que voy tarde a la cita del DAS –otra vez-, me maldigo por no haber despertado cuando el reloj dio la señal para hacerlo. Y entonces recuerdo que la noche anterior me excedí con el trasnocho, con algunos tragos y con otro cuerpo.

Hago una planeación – a manera de plan de contingencia- buscando en mi cabeza la forma de optimizar el tiempo y eliminar actividades de las que se pueda prescindir –todo esto ocurre en segundos al interior de mi cabeza- el cerebro es una maravilla –una de las pocas y buenas cosas creadas por Dios-.

Hago un cálculo que excede la realidad y se aventura en lo desconocido de la ficción. Pienso aunque no existo. Una vez me monte en el metro cincuenta y ocho minutos me separarán del lugar donde expiden ese certificado judicial de mierda. Cuento con noventa minutos para hacerlo todo, si tan solo…

Trabajando a la máxima potencia y bajo una cábala que excede cualquier indicio previo de mi inteligentica me doy cuenta que si no desayuno, que si me baño lo más rápido posible o mejor aún: que si no me baño, que si no plancho, que si me voy empeloto, que si cojo un taxi una vez llegue a la estación del metro que necesito, tal vez –solo tal vez- podría conseguirlo, llegaría a tiempo, y entonces lo apuesto todo, pongo manos a la obra. Me levanto de la cama como un rayo.

Una corriente fría que viene desde la punta de los pies y sube por mi espina dorsal me hace entrar en razón, me hace caer en la cuenta de que el piso está mojado. Como en mi casa solo vivimos mi mamá y yo, y además sé que ella detesta usar la trapera asumo que es Begonia; la señora que viene a hacer aseo dos veces por semana. Escucho a lo lejos el cierre de una puerta, por el sonido tan particular que produce el gozne y el rechinar del movimiento rotatorio de la susodicha bisagra sé que es la puerta del baño la que acaba de ser cerrada: “¿Por qué será que cuando uno va tarde el universo entero conspira para que todo vaya en contra?”. Y mi plan de cómo llegar en tiempo récord a una cita para la que voy tarde se estropea.

Pasa que voy tarde y como voy tarde me arreglo despacio.
Mamá tarda unos tres infinitos minutos al interior del baño, yo ya he planeado todo y mientras ella salía he alistado la ropa que me voy a poner, he puesto a calentar la arepa para el desayuno –lo sé… He dicho que no iba a desayunar. Lo sé… He dicho que no me iba a vestir pero nunca se sabe qué puede pasar durante del día y es mejor estar preparado. Desde una posición cenital mis movimientos serían dignos de ser comparados con los de flash –ese superhéroe DC Comics-.

Teoría de la relatividad, velocidad de la luz, vacío, constante universal, 299.792.458m/s. Si Einstein me hubiera visto moverme de la manera como me movía, habría constatado todos sus postulados y teorías sobre la velocidad relativa.

Cuando entro en la cabina del baño siento una leve sensación de vapor de agua que capto a través de mis sentidos: mi tacto, mi olfato, mi vista y hasta mi gusto, y entonces infiero que mamá se ha bañado con agua caliente. Atisbo que el indicador del agua caliente está apagado: “¡No puede ser!” mamá ha terminado con toda el agua caliente de reserva en la tina, será preciso bañarme con agua fría, aunque en realidad es un golpe de suerte –azares del destino, ahora obra en mi favor. A eso llamo yo complejidad-, lo sé… He dicho que tampoco iba a bañarme. Nada más contraproducente a la hora de ir tarde que encontrarse con el acogedor y muy estimulante abrazo del agua tibia deslizándose suavemente, si de bañarse en tiempo récord se trata entonces agua fría siempre será la solución que mejor se ajusta a la situación.

Salgo en menos de un minuto del baño, ya van cinco de los noventa minutos de los que dispongo. Cuando salgo de la ducha recuerdo que el chocolate lo dejé montado en el fogón y que la arepa a fuego lento está a punto para ser volteada, dando zancadas de manera intempestiva para llegar en el menor tiempo posible a la cocina soy protagonista de uno de los peores sucesos que pueden pasar cuando se prepara el desayuno, escucho ese sonido que aún sin verlo ya sé que es de un líquido desparramándose por los bordes de una chocolatera que van a parar a la rendija por la que se eyecta el gas que con ayuda de algo de chispas se convierte en fuego, fuego que por el líquido esparcido por los bordes de la chocolatera ahora se encuentra completamente extinguido. Y como sé que el líquido que he dejado en la chocolatera es chocolate antes de que llegue al lugar de los hechos ya sé de antemano que voy a encontrarme: Una estufa sucia, untada de chocolate que va en todas las direcciones. Una situación absoluta y totalmente entrópica.

El poco chocolate que queda al interior de la vasija está tan infinitamente candente –y eso lo sé por las bocanadas de humo que de él exhalan- que puedo aventurar a decir que ya conozco el resultado de lo que puede pasar si lo pongo en contacto con mis labios o lengua antes de que tope con ellos o ella. Todo esto para dar una tentativa respuesta de su valor calórico a nivel de temperatura, y entonces no lo intento, no me arriesgo y ni siquiera me interesa hacerlo. No tengo tiempo para comer arepa, no obstante, me cepillo los dientes como puedo, me visto como puedo, olvido peinarme y ponerme la correa.

Agarro el bolso y miro el reloj. Van ocho minutos y aún tengo un trecho por recorrer hasta llegar a la estación del metro, tomo un taxi, el primero que pasa. Estiro mi mano, no estoy seguro de que sea un taxi pero estiro la mano al ver un vehículo automotor amarillo. Este se detiene unos pasos delante de mi. Ingreso, me siento en la posición del copiloto, saludo al señor taxista con un seco y contundente: “buenos días” el responde de la misma forma y yo le pido que por favor me lleve a la estación del metro lo más rápido que pueda, veo en la guantera del taxi una señal que dice: “Por favor use cinturón de seguridad” y haciendo caso de la señal procedo a ponérmelo. Me gustan los taxis, aunque no tanto sus precios. Me gustan porque con vías despejadas son lo más parecido a viajar en el espacio-tiempo, me gustan –insisto- porque son la manera más real posible de tele-transportarse en el lugar donde vivo.

Cuando llego a la estación, a través del taxímetro y antes de que el señor me cobre ya sé el precio. Y entonces saco un billete y pago la carrera, doy las gracias y comienzo a subir las escalas para ingresar a la estación del metro, normalmente desde allí se puede ver cuando el metro viene en camino. Ya van dieciséis minutos. Justo en el momento en que termino de subir la última escala me encuentro con que el metro ya está en camino a la estación para ingresar a la plataforma, por la experiencia sé que si corro a una velocidad de unos 1.5 metros por segundo podría alcanzarlo y abordarlo, y una vez más ese espíritu competitivo, ese atleta frustrado junto con mi descendencia keniana afloran dentro de mí y explotan en un convulsionado rebose de adrenalina que invade cada milímetro de mi cuerpo y me dispongo a correr como las gacelas de las sabanas Africanas. A juzgar por la manera afanosa de caminar una señora delante de mí, deduzco que también va tarde y entonces al ver que yo paso casi rozándola y con una velocidad apabullante, ella; ensimismada dice para sí: “Si él puede, yo puedo” y entonces ya no soy solo yo corriendo, sino que ella también tras de mí, quien a su vez con su actitud decidida, casi polémica –porque está usando tacones- y sin que sea necesario modular una sola palabra incita a unos cuantos más a hacer lo mismo. Todos piensan igual: “Si ella puede, yo puedo” y entonces somos una estampida humana de gente dispuesta a darlo todo por entrar en ese vagón del metro, si por ese momento ese tren se hubiese percatado de lo que pasaba allí afuera se habría sentido el metro o vagón más codiciado del mundo “métrico”. Una ventaja de tener la tarjeta cívica con saldo es que no tienes que esperar a comprar un viaje para poder pasar por el torniquete, un gusto que la estampida humana tras de mí no puede darse, y una señal a manera de sonido aguda y bastante diciente acompañada de otra en forma visual de color verde en forma de flecha me indican que puedo pasar, que ha sido debitado el valor del pasaje y que tengo derecho a acceder al sistema de transporte masivo de la ciudad caótica en la que vivo –el metro, sin duda una de las maravillas del mundo moderno-.

Pero aún no termina la odisea, pues al pasar el torniquete sé que la parte más importante de la misión comienza. Esa misión por la que mi pulso ha venido en ascenso y me hace sentir lleno de vida, subo las escalas con toda precisión, de dos en dos, y algunas de tres en diez. Cuando termino de subir la última una señal sonora acompañada de una luz roja en la parte superior de la puerta me indica que faltan exactamente cinco segundos para que se cierre y entonces pienso que si hice todo eso y no logro montarme en ese vagón seré considerado el más estúpido del mundo y digo: “¡Ah! que más da, O lo hago… o muero en el intento, pero ese metro sin mí no se va” y saco fuerzas de donde ya no me quedan para dar los últimos saltos e ingresar en el vagón justo en el momento en que la puerta se cierra. Una de las cargaderas del bolso que llevo cuelga algunos centímetros y se queda atrancada en la puerta del metro. La cargadera ante el ojo meticuloso de seguridad de los sistemas en las puertas del metro pasa desapercibida –cosa contraria a la que pasa cuando son manos o zapatos los que quedan allí atascados, esta se abre de inmediato- así que viajo hasta la próxima estación de pie simulando que nada pasa, con mirada de alguien seguro y con cara de alguien que sabe lo que hace. Todos los allí presentes me observan con cara de desconcierto y a mi me causa gracia la situación y ellos piensan que estoy loco, pero lo que no saben es que tienen toda la razón. A fin de cortar las miradas de la gente que juzga, una vez llego a la siguiente estación cambio de vagón para hacer como borrón y cuenta nueva donde nadie sabe de dónde vengo, ni para dónde voy y viajo tranquilo esperando mi estación de destino.

El viaje pasa sin sobresaltos, una continua serie de pitidos indican que la puerta está a punto de cerrarse en cada una de las estaciones, al igual que una voz de una mujer en edad joven indica el nombre de cada una de las estaciones que siguen a lo largo del trayecto.

Una vez llego a mi estación, bajo las escalas. Van sesenta minutos, estoy tranquilo porque sé que quince minutos son más que suficientes para llegar al lugar donde tengo asignada la cita y más aún considero que si me voy en bus podría lograrlo sin ningún problema, llego a la parada del bus y procedo a esperarlo pero cuando estoy en el proceso veo que pasa el tiempo y los quince minutos con los que contaba ahora se tornan en trece, doce, once y aún no pasa.

En esas, un taxi para y de manera cortés le digo que no, que gracias. La verdad es que el bus es mi única opción, me he dejado los billetes para el pago del taxi en la mesa del comedor de mi casa junto al chocolate caliente que para este momento ya no debe estarlo, además dispongo apenas con el cambio necesario para tomar el bus de ida y vuelta y comprar mi viaje del metro para el retorno a casa, así que el taxi es un lujo que no puedo darme. Pero el señor insiste y me pregunta que para dónde voy, yo le digo que para el colegio San Carlos – era mi punto de referencia- el me dice que me monte, la verdad que como voy tan tarde y la opción se me presenta me digo que sí, que no hay problema. Cuando uno va tarde las cosas que le pasan al mundo como que lo secuestran o le roban en un taxi pierden fuerza y casi que se vuelven invisibles, además esas cosas son mitos.

Al ingresar al taxi me siento en el asiento del copiloto, procedo de igual manera con el cinturón –la señal en la guantera- y observo que una muchacha está sentada en la parte de atrás, saludo con buenos días, unas cuadras más adelante, el taxista hace una parada, esta vez es una señora de edad y le pregunta lo mismo que me preguntó a mí unas cuadras atrás. La señora se entusiasma con la idea, al escuchar que el cobro será el mismo valor del bus pero que viajará más cómoda al ser éste un taxi. Y finalmente unas cuadras más arriba, hace una última parada donde se monta un señor de edad que lo saluda de una manera muy efusiva, algo que percibo en el tono de voz y lo que me hace deducir que es alguien conocido o es que un cliente frecuente. Y entonces me doy cuenta que hay ciertos taxis que trabajan bajo la modalidad de colectivos.

Al bajarme del taxi, compruebo que aún tengo dos minutos y que no han mandado a llamar la gente que corresponde a mi turno, así que espero tranquilo mientras se da, mientras pienso en que cuando todo termine podré ir a esperar el bus de vuelta para retornar al metro que me conduce a futuro también conocido como mi casa.